sábado, 14 de mayo de 2011

El escritorio de Zorrilla


El escritorio de Zorrilla (E.A. 2011)

Para Maribel, Rocío y Pedro,

Con quienes he compartido un romántico (e inolvidable) viaje a Valladolid


Es imposible no tropezarse con él. Una estatua de bronce con su figura erguida sobre una columna, en cuya base un ángel toca el arpa, preside el paseo Zorrilla, frente a una de las puertas del Campo Grande. En una mano lleva un libro. Pero lo sostiene con los dedos y con el brazo extendido como si lo acabara de bajar después de leer un verso que le hubiera hecho mirar al horizonte. Me gustó esa estatua, que está tan alta que no hay forma de mirarla sin que el cielo al fondo la envuelva en sombras. Las faldas de su chaqueta se elevan por el impulso de su paso apresurado, de forma que Zorrilla aparece siempre encaminándose hacia el parque, dispuesto a perderse entre los árboles.

En su casa, me lo imaginaba ya anciano, en alguna oscura noche de invierno, sentado en su sillón, en un descanso de la escritura, mirando las flores pintadas en las paredes con fondo azul celeste o dejándose hipnotizar por los pájaros disecados que en una enorme jaula dorada le regaló, según nos dijeron, el emperador Maximiliano cuando el poeta abandonó México.

Fue muy emocionante tocar su escritorio, robusto, de madera, que parecía haber sido fabricado ayer a pesar de tener dos siglos de antigüedad, y eso que, al parecer, el escritor siempre se lo llevaba consigo en todos sus viajes, y viajó mucho, porque sentía que no podía escribir en otro sitio.

La casa tiene dos plantas y un jardín. Además de su escritorio y una librería de madera con puertas de cristal, había también una habitación con una cama y una sala de música, con un arpa en un rincón y un piano. Esa sala, en la que había algunas sillas y un sofá en un lado de la pared, me recordó a las habitaciones de las novelas de Jane Austen donde se invitaba a tomar el té y a pasar una velada de música y conversación, en un ambiente en el que los marcos dorados de los cuadros, las alfombras y las paredes cubiertas de arriba abajo de pinturas de colores suaves no disimulaban del todo cierta sensación de vida desenfocada mientras la tarde declinaba hasta una fría penumbra. Y si a veces había poetas en esas habitaciones, imagino la melancolía que dejarían sus cantos a la naturaleza o sus fugaces visiones de amores inmortales.


Cuando nos íbamos de allí miré la habitación por última vez. Una repentina ráfaga de viento que subió desde el jardín agitó la cortina de una ventana y, con su ondulación, una leve sombra acarició la pared. Y de la misma forma que el aire invisible acaricia los campos de trigo, los pájaros azules de las paredes levantaron el vuelo en silencio.



Tú con tu luz plateada
Das de la sombra a la nada
Los contornos del misterio.


¡Oh noches encantadoras,

Volved con tanta riqueza!

¡Hermosas son vuestras horas,

Que embellecen seductoras

Del ánima la tristeza y

Como aquéllas ¡no hay alguna;

Que en vez de sombra importuna

Traen por orgullo con ellas

Mil ejércitos de estrellas

Cortesanas de la luna.


Fragmento de La luna de enero





 

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