sábado, 9 de junio de 2012

Una eternidad de preguntas


¿Cuántas preguntas son realmente importantes? “Si son importantes, las que cuentan son muy poquitas. Hay que tener ojo con lo que uno pregunta, no hay que querer saberlo todo, porque saber los detalles no significa saber lo que importa”. Eso me dijo una amiga cuando un día quedamos en nuestro café preferido y terminamos hablando sobre lo que nos es permitido saber en esta vida y cómo podemos llegar a saberlo. Quizá el camino del destino esté empedrado de las preguntas que nos hacemos. Eso es todo. Visto así es verdad que las preguntas son pocas, un puñado. Pero lo que yo quise hacerle ver a ella es que la vida tiene reservada para cada uno de nosotros una sola pregunta, tan esencial que cuesta una vida formularla del todo. “¿Por qué una sola?” –me preguntó ella-. No lo sé, pero así creo que es. Puede que sea porque esa pregunta es la entrada de cada uno en su ser, la puerta de acceso a la comprensión de su propia vida. Y cuando se pone un pie en ese umbral, la pregunta se deshace como una bola de nieve aplastada entre los dedos, dando lugar a una eternidad de preguntas.

Mi amiga tiene una mente analítica y no le gusta nada que las cosas se queden flotando como pensamientos de duermevela. Así que pidió un segundo café y me obligó a seguir tirando del hilo. Es verdad, por lo tanto, que las preguntas fundamentales son pocas, pero insistí en que si uno da en la diana y abre la puerta adecuada lo que verá le hará desistir de esperar respuestas. Tan importante es encontrar la pregunta como aceptar que la respuesta no llegará nunca.

En la novela ‘El río de la vida’, que no sé si mi amiga ha leído, el narrador, Norman, su hermano Paul y su padre han aprendido a no temer esa falta de respuestas. Supongo que ser pescadores de río les ayudó a aprender esa lección. Yo no he pescado nunca, y no me imagino a mi amiga con una caña al hombro, pero sí me gustan los ríos. Quien haya estado alguna vez mucho rato observando la corriente de un río bajando entre las piedras entenderá a Norman cuando dice en su libro: “yo antes pensaba que lo primero fue el agua, pero si escuchas con atención oirás que las palabras están debajo del agua”. Fluye el agua, monótona, interminable, con un susurro de estrellas arrastradas entre nubes, y entre los destellos que lanza el agua al rozar una roca y el cielo sumergido bajo la corriente uno deja de ver el río y ya no sabe lo que ve. Hay que ser un artista de la pesca para saberlo.

¿Y qué es lo que nos dice el río?, me preguntó mi amiga, aunque sé que me estaba poniendo a prueba porque si alguien tiene alguna idea sobre eso era ella. Yo apuré el café y dije algo sin pensar o, más bien, dije algo para ocultar lo que pensaba. El río fluye sobre las palabras. Sus voces brotan oscuras cuando el río pasa por las sombras proyectadas por los peñascos, y afloran en las zonas cristalinas inundadas de luz. Al parecer tiene muchas cosas que decir, aunque es difícil apreciar lo que nos tiene reservado a cada uno de nosotros: que lo importante no son las respuestas, sino las preguntas; que para amar no es necesario comprender del todo; y que, por eso, tan importante como formular las preguntas es saber cuándo hay que dejar de hacerlas. Llega un momento en el que una pregunta solo encuentra respuesta en otra nueva, dando así lugar a una eternidad de preguntas.

"How can a question be answered that asks a lifetime of questions?"

Salenques (E.A. & J. M. / 2012)


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