sábado, 13 de agosto de 2011

Luz del verano

Amanecer (E. A./ 2011)


En la adolescencia, cuando estamos a punto de dejar de ser niños, siempre hay un momento en el que perdemos la esperanza, o más bien en el que creemos que hemos perdido la esperanza. El desaliento se apodera de nosotros; lo que se ha tenido que afrontar con el corazón todavía tierno es tan desconcertante y difícil de comprender que sentimos la tentación de abandonar la lucha y dejar de explicar el sentido de nuestras acciones ante los demás. Nos encerramos y hacemos todo lo posible para volvernos ciegos. La ansiedad por verlo todo propia de los niños se convierte en un terror oscuro ante lo que estamos a punto de ver y que intuimos que será irreversible. Nos damos la vuelta y empezamos a vivir en un mundo tan estrecho y de luz estéril como un desierto.

Pero entonces, y siempre, ocurre algo que nos empuja a vivir, que nos arrastra hacia la verdadera luz. Es algo invisible e impremeditado, que llega sin avisar. Y solo lo vemos cuando ya estamos metidos en él. No nos da la opción de elegir. Quizá sea como un nuevo nacimiento. Es tan ajeno a nosotros como fruto de nuestros propios actos. Es el camino que hemos buscado a ciegas y que se abre ante nosotros con la naturalidad de una bendición. Si uno echa la vista atrás, probablemente no recuerde ese momento, porque a partir de él el mundo se vuelve muy extenso; y, en lo que dura el resplandor de una llama, uno se siente tan afortunado y lleno de vida que ve todas las cosas como si le hablaran. Y se está en el mundo como en casa.


“Dos figuras se levantaron de donde estaban sentadas, y salieron por uno de los pasillos. Una de ellas era una chica. Llevaba el abrigo desabrochado y un ramito de violetas purpúreas en la solapa. El joven que la acompañaba tenía unos diecinueve años. Llevaba su abrigo y una bufanda de tela escocesa del brazo, y la misma desazón que había pintada en el rostro de la chica se veía también en el suyo, como un reflejo del cielo”
(en La hoja plegada, de William Maxwell)

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