Amanecer (E. A./ 2011) |
En la adolescencia, cuando estamos a punto de dejar de ser niños, siempre hay un momento en el que perdemos la esperanza, o más bien en el que creemos que hemos perdido la esperanza. El desaliento se apodera de nosotros; lo que se ha tenido que afrontar con el corazón todavía tierno es tan desconcertante y difícil de comprender que sentimos la tentación de abandonar la lucha y dejar de explicar el sentido de nuestras acciones ante los demás. Nos encerramos y hacemos todo lo posible para volvernos ciegos. La ansiedad por verlo todo propia de los niños se convierte en un terror oscuro ante lo que estamos a punto de ver y que intuimos que será irreversible. Nos damos la vuelta y empezamos a vivir en un mundo tan estrecho y de luz estéril como un desierto.
Pero entonces, y siempre, ocurre algo que nos empuja a vivir, que nos arrastra hacia la verdadera luz. Es algo invisible e impremeditado, que llega sin avisar. Y solo lo vemos cuando ya estamos metidos en él. No nos da la opción de elegir. Quizá sea como un nuevo nacimiento. Es tan ajeno a nosotros como fruto de nuestros propios actos. Es el camino que hemos buscado a ciegas y que se abre ante nosotros con la naturalidad de una bendición. Si uno echa la vista atrás, probablemente no recuerde ese momento, porque a partir de él el mundo se vuelve muy extenso; y, en lo que dura el resplandor de una llama, uno se siente tan afortunado y lleno de vida que ve todas las cosas como si le hablaran. Y se está en el mundo como en casa.
“Dos figuras se levantaron de donde estaban sentadas, y salieron por uno de los pasillos. Una de ellas era una chica. Llevaba el abrigo desabrochado y un ramito de violetas purpúreas en la solapa. El joven que la acompañaba tenía unos diecinueve años. Llevaba su abrigo y una bufanda de tela escocesa del brazo, y la misma desazón que había pintada en el rostro de la chica se veía también en el suyo, como un reflejo del cielo”
(en La hoja plegada, de William Maxwell)
Muy bonito
ResponderEliminarGracias!
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