Estoy tumbado en la hamaca del jardín. Leyendo. Se acerca una de mis hijas, se pone a mi lado y dice, mostrándome un papel blanco plegado: "mira, una gaviota".
No recuerdo ningún momento de mi vida, de dicha o de dolor, en el que no haya un libro por medio, y gracias a los libros no conozco el aburrimiento. Lo malo es que después de tantos años de lectura he ido acumulando manías: no leo nada que sea muy exótico y me pone nervioso la fantasía (aunque me fascinó Kafka en la orilla), no me gusta leer cuentos (aunque entre mis escritores favoritos están Dinesen, Munro, Salinger, Carver, Hemingway, Ribeyro), no leo bestsellers, sin excepciones, no aguanto a los escritores que escriben a ver qué se les ocurre, excepto si es Irving en La última noche en Twisted River, desconfío de las novelas de menos de 250 páginas, pero para qué hubieran necesitado más Seda, La Metamorfosis o Reencuentro; y los diarios de escritores me aburren, pero una tarde de invierno, refugiado en una biblioteca, El oficio de vivir de Pavese me curó un desamor.
Las novelas sirven para calmar corazones rotos, pero también para muchas cosas prácticas. Por ejemplo, yo tengo un truco. Si tengo cita con el médico en el centro de salud me llevo el libro más gordo que tengo, Guerra y Paz, así sé que en cuanto me siente en la sala de espera, me relaje y me disponga a leer sin prisas saldrá la enfermera diciendo mi nombre. El día que me olvido el libro en casa la sala de espera está que parece que se haya desatado una epidemia en la ciudad. También recurro a un buen libro cuando voy en autobús a trabajar y quiero que la carretera aparezca más despejada que un día festivo. Y con los niños también funcionan, pero de una forma más imprevisible. Si voy al parque, por ejemplo, sin libro, esa tarde mis hijas se encontrarán con sus amigas y se hará de noche y seguirán sin ganas de volver a casa, y uno se queda dando vueltas al banco con las manos en los bolsillos, contando los minutos. Pero si llevo mi libro en la mochila, ¿qué ocurre? bueno, muchas veces no ocurre nada, aparte de que el libro mata el tedio de los parques infantiles, pero también puede ocurrir que si te sumerges mucho en la lectura es probable que a alguna de tus hijas le entre una sed repentina y abrasadora. Los libros tienen ese poder y mucho más. Son capaces incluso de hacer que mi equipo gane. Estoy viendo un partido y no hay forma de acercarse a la portería rival, pero si, desesperado ya, abro un libro invariablemente marcará mi equipo, a no ser que juegue contra el Madrid, porque una cosa es que tengan extraños poderes y otra que hagan milagros. Aunque quizá también. Porque también a ellos recurrimos si hay que rezar. ¿No leía yo Los himnos a la noche en la sala de maternidad?
Los libros están así tan unidos a la vida. Y los que más me gustan son esos, los que están muy cerca de la vida.